Hay una historia en mi vida que los íntimos conocen. Corría el año 2000 y en una noche de imsomnio se me ocurrió invitar a los amigos a formar parte de un grupo que funcionaría en mi casa el primer jueves de cada mes. La idea era reunirnos en torno a algún tema que alguien regalaría al resto desde su visión, con pasión, para cerrar compartiendo una alegre mesa.
Necesitaba un nombre para bautizar estos encuentros, y aunque ignorante hasta entonces de su sentido, hubo uno que resonó en mi corazón: Dándara.
Curiosamente, y pese a mi gusto por escudriñar procedencias y significados, o quizás, porque todo tiene su tiempo, como dice el Eclesiastés, sólo un par de años después, descubrí, con gran sorpresa, que Dándara (o Denderah) no era sólo un bonito nombre, sino un antiguo templo que todavía sobrevive cerca de Luxor, en Egipto.
La conexión entre Egipto y la Danza del Vientre para mí fue inmediata, y el paso lógico y natural, averiguar a qué dios se adoraba en ese altar. La sorpresa terminó de ser total, cuando de manera sincrónica, una de mis alumnas me preguntó qué animal me gustaba, y yo sin vacilar, le respondí: la vaca. Y entonces supe que Dándara (Dendera o Denderah), era la ciudad dedicada a Hathor, la diosa de la alegría, de la danza, de la música, del placer y del amor, representada con orejas y cuernos de vaca y un disco solar…fue revelador darse cuenta que en la vida del alma no hay edad ni imperfección…
En la sesión inaugural de Dándara, llamada “La Mágica Danza del Vientre” bailé desde el corazón, por primera vez en público, atrayendo sin saber, -o quizás sabiendo- la energía de la diosa Hathor, la vaca cósmica egipcia, cuya producción de leche se compara con el flujo dador de vida…
Sin saber, -o quizás sabiendo- , todos participamos en esa primera reunión, de un mágico ritual vinculando la fertilidad, la creación y el nacimiento…Hathor, la madre divina, la vaca celestial, nos escogía como los guardianes de su templo.
Desde entonces la honré y la bendije como una de las tantas manifestaciones de la Diosa.
La leche, tanto en la cosmogonía egipcia como en otras, es vista como el medio de transmisión de la divinidad, de sus poderes sagrados, ¿y que haríamos nosotros, en nuestras reuniones Dándara sino nutrirnos unos a los otros, dándonos generosamente, nuestras leches?
Hace unos días, invitada por primera vez a tomar el té en casa de una amiga escritora, descubrí en su estar la presencia de una pintura que me fue muy familiar. Claro, era de él, mi amor platónico, un pintor a quien admiré en los ochenta, en la universitaria época de mi vida.
Entonces le conté a mi amiga que una tarde, volviendo en un largo trayecto desde la escuela de Literatura a mi casa, iba yo en la micro, cuando mágicamente se sube el artista de labios carnosos y larga cola de caballo. Me quedo atónita, avanza por el pasillo, me mira y se sienta justo en el asiento de al lado. Entonces le digo, tú eres el pintor, me gustan mucho tus pinturas. Y le cuento que yo también pinto y nos vamos conversando alegremente sobre su opción por separarse de las vanguardias y la academia, buscando la inspiración en sus viajes y en su amor por los bares y las mujeres sencillas. Antes de bajarme me indica la galería en la que está exponiendo y me dice que vaya a verlo. Dejo pasar unos días y voy. Nos saludamos, recorrémos las obras y me pide que le deje mi teléfono en el libro de visitas.
No lo hice. En ese tiempo yo ya estaba comprometida con el que cinco años después sería el padre de mi hijo.
Muchas veces me pregunté si hubiese sido otra la historia accediendo a la invitación de ese hombre que me derretía.
Hoy sigo preguntándome por qué frente a algunas experiencias nos atrevemos a cruzar la puerta y frente a otras no.
Y creo que es porque el alma sabe. Siempre sabe.
 
 
Pintura: Música para despedir la nostalgia, de Gonzalo Ilabaca.