“Tú tienes que convertirte en poeta, después la poesía viene sola”, aconsejaba al modo de Rilke. Y en verdad, Jorge Octavio Teillier Sandoval, sabía bien qué era vivir poéticamente.
El último regalo que nos hizo: obligarnos a abandonar la urbe para ir a despedirlo a la provincia. Mientras más nos acercábamos a destino, el campo se desplegaba pletórico ante nuestros ojos: un grupo de cabritas, un camión repleto de olorosas clabazas.
Siempre estuve enamorada de su alma. Y lo admiré en silencio, sin estridencias, como creo que a él le hubiese gustado. Guardo como el tesoro más preciado aquella mañana de verano en que escogimos juntos la pintura de Chagall que serviría como portada para la reedición de Para Ángeles y Gorriones, el beso cariñoso que me dio y la visión del funicular regreso a casa.
Nostalgia: Ir hacia y volver sin.
Absolutamente consciente de pertenecer a una especie en total extinción, Teillier se sentía privilegiado de poder dejar correr el tiempo en el bar, más ebrio de melancolía que de vino. Y es que, mientras hoy se rinde pleitesía a un pensamiento que vuela en las alturas de la abstracción racional, y que tiene, sobre todo, demasiado deslumbrado y deshumanizado al hombre contemporáneo de nuestra cultura occidental, existe también otro tipo de pensamiento, el perceptual, que se asombra con lo pequeño y sin embargo despierta infinitas preguntas acerca del ser del hombre. Y es que, en tanto en nuestra sociedad actual ya no existe tiempo para sentarse a conversar, ni para hacer mermeladas a nuestros hijos, ni menos para relacionarse gratuitamente, pues todo, hasta los vínculos humanos están siendo medidos con las coordenadas costo-beneficio, la bendita poesía de Teillier nos vuelve a lo más simple, al pan cotidiano, a la sencillez del hogar, al otoño secreto:
Cuando las amadas palabras cotidianas/pierden su sentido/ y no se puede nombrar ni el pan,/ni el agua, ni la ventana, /y ha sido falso todo diálogo que no sea/ con nuestra desolada imagen, /aún se miran las destrozadas estampas/ en el libro del hermano menor, /y es bueno saludar a los platos, y el mantel puestos sobre la mesa, /y ver que en el viejo armario conservan su alegría/ el licor de guindas que preparó la abuela y las manzanas puestas a guardar.
No es que la poesía viviera en Jorge Teillier; él vivía en ella. Toda su obra, toda su vida en realidad, fue una búsqueda de lo poético y de la presencia poética, una defensa de la plena significación y poder del acto poético. Tal vez ocurrírsele nacer el mismo día que murió Carlos Gardel no fue una coincidencia. Quizás volver a la tierra acunado por el lamento de una trutruca y un cultrún, tampoco. Es tanto lo que hay que agradecerle. De partida, que nunca fue un imbécil con éxito, como tantos que pululan en el ambiente literario. Contemplador y hermeneuta de la realidad más cercana, consideró el arte de la poesía como herramienta indispensable para acceder al ser. Guardián del mito y de valores como la honestidad, la lealtad y la pureza, – hoy en franca consunción – , cuántas veces no leímos un poema suyo antes de irnos a la cama a hacer el amor…
“Si tu quieres saber lo que es bondad anda a una iglesia de pueblo y escucha como la gente está pidiendo cosas muy simples. Que su hijo se mejore, que el marido no tome tanto”.
Así reflexionaba este ángel de carne y hueso que gustaba de beber junto a sus amigos del ya legendario bar Unión Chica, y que compartió con Teófilo Cid, con Eduardo Anguita, con Nicomedes Guzmán, cuando los talleres literarios todavía se improvisaban en los cafés.
Existe en la poesía de Teillier una posición neorromántica. Lo romántico no como una postura baladí, sino como una lucha por el sentido de la vida, por el sentido del ser. Así, entonces, la búsqueda de la palabra como morada del ser:
Tu sabías que la poesía debe ser ususal como el cielo que nos desborda/ que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse./ La poesía debe ser una moneda cotidiana/ y debe estar sobre todas las mesas como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo./Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente a los árboles. /Que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a los mercados a la moda, /que no se escribe con saliva, con bencina, con muecas, / ni el pobre humor de los que quieren llamar la atención/con bromas de payasos pretenciosos/ y que de nada sirven los grandes discursos tartamudos de los que no tienen nada que decir. / La poesía es un respirar en paz para que los demas respiren, /un poema es un pan fresco, /un cesto de mimbre./ Un poema debe ser leído por amigos desconocidos/ en trenes que siempre se atrasan, / o bajo los castaños de las plazas aldeanas.
Teillier es el poeta que más ha cantado a los trenes, a las estaciones, a los andenes. Y como con una varita mágica devuelve a estos espacios la amistad que les corresponde. Descifra un pedazo de mundo, como Chagalll, dónde, como en un país encantado, vuelan sobre los techos de la aldea los enamorados, o se encarama un niño a la copa de un árbol.
En fin , se acaba este saludo al hombre evocador de la infancia y del paraíso perdido. Cito a Borges: “Que otros se jacten de lo que les ha sido dado escribir; yo me jacto de lo que me ha sido dado leer:”
Me despido de los amigos en quienes más he confiado: / los conejos y las polillas, / las nubes harapientas del verano, / mi sombra que solía hablarme en voz baja. / Me despido de los amigos silenciosos/ a los que sólo les importa saber/dónde se puede beber algo de vino, / y para los cuales todos los días/ no son sino un pretexto/ para entonar canciones pasadas de moda./Me despido de una muchacha/cuyo rostro suelo ver en sueños/iluminada por la triste mirada/de trenes que parten bajo la lluvia./Me depido de la memoria/y me despido de la nostalgia/ -la sal y el agua-/de mis días sin objeto/y me despido de estos poemas:/palabras, palabras -un poco de aire movido por los labios- palabras/para ocultar quizás lo único verdadero: /que respiramos y dejamos de respirar.
Bendito Teillier que estás en el cielo. Sabemos que tu presencia benéfica se queda para siempre con nosotros.
M.D.S.
Escrito el día en que murió Jorge Teillier. Santiago, 22 abril de 1996

Fotografía: Teillier y yo en la Feria del Libro de Santiago de Chile, 1992.