A mi hombre le gustan los causeos, los caldos criatureros, el pebre cuchareado y todos aquellos sabrosos condumios de la honrosa cultura guachaca. Y aunque se mueve como pez en el agua en sitios refinados, él prefiere “la picá” y la fuente de soda: adora la cazuela, el pernil, el arrollado, la parrilla, el ají, el pan amasado y el chancho en piedra.
Hoy me invitó a conocer su flamante nueva oficina ubicada en calle Agustinas, y por supuesto, a almorzar en una de sus picadas favoritas, el D´jango.
Luego de conocer su reducto ubicado en uno de esos bellos edificios antiguos que todavía sobreviven en el centro de la ciudad y que aún resplandecen de glamour con su estética vintage,- amplitud, mucho bronce, pisos en damero, y una especie que yo creía en extinción: ascensoristas-, me condujo al D´jango.
Apenas se atraviesa el umbral de la puerta se siente uno en otra época, o al menos en la provincia. Toneles convertidos en mesa se alinean en la entrada recibiendo a los parroquianos. Al fondo, una escalera que conduce al segundo piso, al comedor, con mesas de madera sin mantel y antiguas sillas modelo fiscal. El menú es simple pero contundente:  Pernil, costillar, arrollado, malaya, chuletas y longanizas.  Papas cocidas. Cerveza, terremoto, pipeño y chicha. No apto para vegetarianos ni para señoritas remilgosas. Bien guachaca, totalmente guachaca si entendemos como guachaca el amor por lo popular, por la gente sencilla, por la tierra natal, sus costumbres y tradiciones.
Django, Alonso Ovalle 871, entre Serrano y Londres.