Los míos saben que alguna vez soñé con tener cuatro hijos, y entre ellos a alguna niñita a quien hacerle trenzas y ponerle vestidos floreados y medias negras y delantales blancos como los de La casa en la pradera.
Pero la vida se encargó de mostrarme que uno es madre de muchas otras maneras, y no sólo con los propios hijos.
Corría el año 2003 cuando el mío, tenía siete años. Jamás olvidaré ese día de la madre en que se levantó bien temprano. Mientras yo me hacía la dormida, él bajó a la cocina, preparó el desayuno y me lo trajo en bandeja a la cama después de haberse pasado toda la semana haciéndome preguntas sobre mi taza y el tostador, agregando a continuación con esa ingenuidad deliciosa de los niños: “pero no sospeches, ¿bueno?”.

A cambio de cuatro, DiosDiosa me dio un hijo maravilloso, y de yapa, puso en mi camino nada menos que a cincuenta niñas, entre seis y nueve años, a quienes, en esos años, tuve que encantar con la danza.

Había una que era de cuento. Tan linda, que la primera vez que la vi no podía creer lo bonita que era: colorina de pelo largo, ojos verdes y piel muy blanca y pecosa. Recuerdo que las primeras clases a las que concurrió, se refugiaba en las ventanas, casi no hablaba y yo tenía la sensación de que no quería estar ahí. Pero de a poco, fue enganchando con la danza y con mis juegos, hasta que un día, en medio de un ejercicio de autoestima me gritó : “mis ojos verdes, me gustan mis ojos verdes”.

La coordinadora de los talleres que justo en ese momento entraba a la sala, quedó gratamente sorprendida con esa expresión de alegría, porque -recién me explicó-, Macarena -que así se llamaba la princesita de fuego-, sufría de afasia, una enfermedad asociada a la pérdida de la palabra por desorden cerebral.

Después de ese episodio, Macarena empezó a llegar siempre feliz a mis clases. Se puso más locuaz, y entabló gran amistad con mis zapatillas plateadas, que disfrutaba mucho ponerse. A esas alturas ya bailaba como cualquier otra niña del grupo.

Un día, con la imaginación desbordante que la caracterizaba, desplegando su velo de gasa roja en el suelo, me invitó a subir: “es una alfombra mágica”, me dijo. Y en ese mismo instante sentí que ya no me dolían tanto las trenzas, ni los vestidos, ni los delantales como los de la casa en la pradera.

Óleo de Piere Auguste Renoir: La familia del artista